¿Cómo se tiene agua y sed a la vez? La distribución geográfica y temporal de los recursos hídricos en América Latina y el Caribe puede acercar una respuesta. Tenemos el 31% de toda el agua dulce del planeta y apenas el 9% de la población global, pero aun así millones de nuestros ciudadanos padecen carestía tanto de acceso como calidad en el servicio de agua potable y saneamiento.

El nuestro es un continente de extremos. Tenemos desde el desierto de Atacama, el más árido del mundo, hasta áreas con un régimen híperhídrico, como la cuenca del río Amazonas, donde se concentra 53% de la escorrentía regional. Esos extremos en materia de disponibilidad del agua se sienten especialmente en nuestras urbes. Se estima que al menos 140 ciudades de la región doblarán su población en 20 años, muchas de ellas localizadas ya actualmente en zonas de gran estrés hídrico.

Así, uno de nuestros mayores problemas no es la falta de agua en nuestra región, sino que muchos de nuestros grandes centros de población consumen más de la que tienen disponible y que estos están enfrentando sequías e inundaciones con mayor frecuencia e intensidad.

Gestionar de manera sostenible nuestros recursos hídricos en estas condiciones requiere pensar en soluciones más allá de la infraestructura tradicional, lo que llamamos obra gris. En ese sentido, las soluciones basadas en la naturaleza, o infraestructura verde, es un enfoque que protege, restaura e imita el ciclo natural del agua. Esto implica por ejemplo restaurar humedales y cuencas hídricas.

Esto no quiere decir que debamos dejar del lado la infraestructura gris. Se trata de un componente necesario para la provisión de servicios de una manera segura y sostenible. Pero es precisamente en la sostenibilidad donde nuestros planes de inversión en infraestructura, ahora eminentemente grises, tiene que incorporar cada vez más al verde.

Nuestros ríos, las corrientes, los humedales, las llanuras de inundación y los bosques brindan servicios esenciales, como agua limpia y protección contra inundaciones. Por eso deben considerarse como componentes esenciales de nuestra infraestructura hídrica.

Este enfoque no es nuevo en la región. Algunas ciudades con visión de futuro, entre ellas Quito, Monterrey y Medellín ya están experimentando con proyectos de infraestructura verde. Sin embargo, la infraestructura verde es necesaria más allá de los ámbitos urbanos y periurbanos. De hecho, el 40% de los terrenos aledaños a las cuencas hídricas de nuestra región presentan diferentes estados de degradación ecológica. Esa degradación es el resultado de décadas de prácticas agrícolas inadecuadas, deforestación y nuevos desarrollos urbanos sin planificación adecuada.

Los efectos de esa degradación ambiental los estamos sintiendo ahora: costos cada vez más altos en tratamiento de las aguas para consumo humano, reducción en la recarga de los acuíferos y, como en el caso de São Paulo, Ciudad de México o La Paz, sequías cada vez más agudas y prolongadas.

Cabe señalar que los beneficios de incorporar componentes de infraestructura verde en los proyectos se pueden medir a nivel económico, social y ambiental. Mediante el uso de procesos naturales y seminaturales, las soluciones verdes mejoran la habitabilidad y la calidad del entorno y de las comunidades, generando a la vez ahorro de costos en el largo plazo.

La inversión en infraestructura verde también tiene un impacto positivo para garantizar la seguridad alimentaria y energética de nuestra región. Basta recordar que el 70% de la energía producida en la región es de origen hidroeléctrico. Además, la economía de nuestra región depende en gran medida de las exportaciones del sector agropecuario, para el cual la disponibilidad de agua es fundamental.

Nos encontramos ahora en una encrucijada histórica, en la que debemos decidir cómo gestionamos los recursos hídricos presentes y futuros. Es momento para que América Latina y el Caribe avance hacia una combinación más sabia de infraestructura verde y tradicional para satisfacer las necesidades de agua del siglo XXI.

 

El País